martes, 23 de abril de 2013

LA MADRE (GORKI)



                                                          PRIMERA PARTE

                                                                          I

Cada mañana, entre el humo y el olor a aceite del barrio obrero, la sirena de la fábrica
mugía y temblaba. Y de las casuchas grises salían apresuradamente, como cucarachas
asustadas, gentes hoscas, con el cansancio todavía en los músculos. En el aire frío del
amanecer, iban por las callejuelas sin pavimentar hacia la alta jaula de piedra que, serena e
indiferente, los esperaba con sus innumerables ojos, cuadrados y viscosos. Se oía el chapoteo
de los pasos en el fango. Las exclamaciones roncas de las voces dormidas se encontraban
unas con otras: injurias soeces desgarraban el aire. Había también otros sonidos: el ruido
sordo de las máquinas, el silbido del vapor. Sombrías y adustas, las altas chimeneas negras se
perfilaban, dominando el barrio como gruesas columnas.

 Por la tarde, cuando el sol se ponía y sus rayos rojos brillaban en los cristales de las
casas, la fábrica vomitaba de sus entrañas de piedra la escoria humana, y los obreros, los
rostros negros de humo, brillantes sus dientes de hambrientos, se esparcían nuevamente por
las calles, dejando en el aire exhalaciones húmedas de la grasa de las máquinas. Ahora, las
voces eran animadas e incluso alegres: su trabajo de forzados había concluido por aquel día,
la cena y el reposo los esperaban en casa.

 La fábrica había devorado su jornada: las máquinas habían succionado en los
músculos de los hombres toda la fuerza que necesitaban. El día había pasado sin dejar huella:
cada hombre había dado un paso más hacia su tumba, pero la dulzura del reposo se
aproximaba, con el placer de la taberna llena de humo, y cada hombre estaba contento.
 Los días de fiesta se dormía hasta las diez. Después, las gentes serias y casadas, se
ponían su mejor ropa e iban a misa, reprochando a los jóvenes su indiferencia en materia
religiosa. Al volver de la iglesia, comían y se acostaban de nuevo, hasta el anochecer.
 La fatiga, amasada durante años, quita el apetito, y, para comer, bebían, excitando su
estómago con la aguda quemadura del alcohol.

 Por la tarde, paseaban perezosamente por las calles: los que tenían botas de goma, se
las ponían aunque no lloviera, y los que poseían un paraguas, lo sacaban aunque hiciera sol.
 Al encontrarse, se hablaba de la fábrica, de las máquinas, o se deshacían en invectivas
contra los capataces. Las palabras y los pensamientos no se referían más que a cosas
concernientes al trabajo. Apenas si alguna idea, pobre y mal expresada, arrojaba una solitaria
chispa en la monotonía gris de los días. Al volver a casa, los hombres reñían con sus mujeres
y con frecuencia les pegaban, sin ahorrar los golpes. Los jóvenes permanecían en el café u
organizaban pequeñas reuniones en casa de alguno, tocaban el acordeón, cantaban canciones
innobles, bailaban, contaban obscenidades y bebían. Extenuados por el trabajo, los hombres
se embriagaban fácilmente: la bebida provocaba una irritación sin fundamento, mórbida, que
buscaba una salida. Entonces, para liberarse, bajo un pretexto fútil, se lanzaban uno contra
otro con furor bestial. Se producían riñas sangrientas, de las que algunos salían heridos;
algunas veces había muertos...

 En sus relaciones, predominaba un sentimiento de animosidad al acecho, que
dominaba a todos y parecía tan normal como la fatiga de los músculos. Habían nacido con
esta enfermedad del alma que heredaban de sus padres, los acompañaba como una sombra
negra hasta la tumba, y les hacía cometer actos odiosos, de inútil crueldad.

                                                                         

 Los días de fiesta, los jóvenes volvían tarde por la noche, los vestidos rotos, cubiertos
de lodo y de polvo, los rostros contusionados; se alababan, con voz maligna, de los golpes
propinados a sus camaradas, o bien, venían furiosos o llorando por los insultos recibidos,
ebrios, lamentables, desdichados y repugnantes. A veces eran los padres quienes traían su
hijo a casa: lo habían encontrado borracho, perdido al pie de una valla, o en la taberna; las
injurias y los golpes llovían sobre el cuerpo inerte del muchacho; luego lo acostaban con más
o menos precauciones, para despertarlo muy temprano, a la mañana siguiente, y enviarlo al
trabajo cuando la sirena esparcía, como un sombrío torrente, su irritado mugir.

 Las injurias y los golpes caían duramente sobre los muchachos, pero sus borracheras
y sus peleas parecían perfectamente legítimas a los viejos: también ellos, en su juventud, se
habían embriagado y pegado; también a ellos les habían golpeado sus padres. Era la vida.
Como un agua turbia, corría igual y lenta, un año tras otro; cada día estaba hecho de las
mismas costumbres, antiguas y tenaces, para pensar y obrar. Y nadie experimentaba el deseo
de cambiar nada.

 Algunas veces, aparecían por el barrio extraños, venidos nadie sabía de dónde. Al
principio, atraían la atención, simplemente porque eran desconocidos; suscitaban luego un
poco de curiosidad, cuando hablaban de los lugares donde habían trabajado; después, la
atracción de la novedad se gastaba, se acostumbraba uno a ellos y volvían a pasar
desapercibidos. Sus relatos confirmaban una evidencia: la vida del obrero es en todas partes
la misma. Así, ¿para qué hablar de ello?

 Pero alguna vez ocurría que decían cosas inéditas para el barrio. No se discutía con
ellos, pero escuchaban, sin darles crédito, sus extrañas frases que provocaban en algunos una
sorda irritación, inquietud en otros; no faltaban quienes se sentían turbados por una vaga
esperanza y bebían todavía más para borrar aquel sentimiento inútil y molesto.

 Si en un extraño observaban algo extraordinario, los habitantes de la barriada no lo
miraban bien, y lo trataban con una repulsión instintiva, como si temiesen verlo traer a su
existencia algo que podría turbar la regularidad sombría, penosa, pero tranquila. Habituados a
ser aplastados por una fuerza constante, no esperaban ninguna mejora, y consideraban
cualquier cambio como tendiente tan sólo a hacerles el yugo todavía más pesado.

 Los que hablaban de cosas nuevas, veían a las gentes del barrio huirles en silencio.
Entonces desaparecían, volvían al camino, o si se quedaban en la fábrica, vivían al margen,
sin lograr fundirse en la masa uniforme de los obreros...

 El hombre vivía así unos cincuenta años; después, moría...

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